lunes, 14 de mayo de 2012

Las de siempre


Las de siempre


“Y yo, ¿pa´que me pongo a ver la tele? Si no más las mismas de siempre…”
Don Genaro le decía esto a sus hijos, o mejor dicho, a sus fantasmas. Estaba solo. Hacía ya 6 años que su esposa Margara se había ido lejos, donde habitan los santos y santas. Su hijo Esteban, caminó y caminó por senderos aciagos, lidió contra el hambre y la migra. Llegando al paso entre Juárez y el “Vecino del Norte” corrió como nunca antes lo había hecho. Inútil. Tres balas perforaron su pecho. Escondidos entre las sombras, personajes ataviados con hábitos blancos y empuñando escopetas festejaban la defensa de su país. Don Genaro sigue esperando noticias de su vuelta a casa.
            Su otro hijo Justino, vivía en la ciudad. Don Genaro lo había mandado desde su pueblo, San Lucas Matlala, a que estudiara la preparatoria. Empeñando la vaca y las perlas de su mujer –unos preciosos collares de jade– pudo proporcionarle al Justo (como le decían de cariño en la comunidad) ni más ni menos que 1000 pesos. Justino cargaba con la fortuna y las esperanzas de la familia, el compromiso con Matlala, y con su inseparable compañero, un collar de piedra que le había regalado su abuela. Al arribar a la ciudad, buscó posada de inmediato. La primera noche la pasó en el Palacio de los Ángeles, pocilga sucia y llena de gente miserable. A la mañana siguiente se encontró con un hombre panzón. ¿Qué buscas acá? No pos vengo a estudiar para sacar adelante a mi familia. Ah, con que eso, ¿de dónde vienes? De San Lucas Matlala. Ya veo, ven acompáñame. El joven flaco obedeció el comando del señor enfundado en una chaqueta de cuero. Cruzaron 3 cuadras, dieron vuelta a la derecha en una pulquería, y entraron en un callejón de muy mala pinta. Ahí, una sombra los interceptó por detrás. Tranquilo cabrón, soy yo, ya tenemos un novato. El sudor del miedo recorrió el rostro de Justino, por primera y última vez. Desde entonces, se le ve vistiendo unas gafas más negras que la noche y una cara de plomo. Ahora le dicen, con respeto y miedo, el Justo Zeta.
            Don Genaro hacia 3 años que no salía de Matlala. Iba y venía a trabajar su milpa, cada vez de manera más pausada. Le aquejaban achacos en la espalda, su mano ya no sostenía con la misma fuerza las picas y sus labios se veían secos por el exilió de sonrisas. A pesar de eso, era muy querido por el pueblo y, sin que se diera cuenta, alguna que otra vez le ponían el doble de tortillas o le daban un dinerito más por la cosecha.  Hoy cuando volvía de terminar la faena diaria, dos muchachos se le acercaron. ¡Don Genaro! Ya se va a empezar el fútbol y en la noche va estar los presidentes en la tele. Vengase a verlo, le invitamos un taco. Eran los hijos de Consuelo, la hermana de su difunta esposa, Chuchito y Pepe. Anduvieron juntos hasta llegar a la morada de su madre. Buenas, Consuelo. Buenas, Genaro. Que gusto verte. Pos ni tanto, ora si ando reapurada, pero pasa siéntate por favor. El calor de la tarde y lo aburrido del futbol acabaron por amodorrar al viejo enjuto. Eso sí, la cuñada seguía haciendo los mejores tacos de guisado de México. O eso siempre decía Don Genaro.
            Quédese a ver el debate tío. Ándele, no le cuesta nada –gimoteaban Jesús y José- y mañana le ayudamos a sembrar. ¿Lo prometen? ¡Sí, sí! El tío sabía que era mentira, que mañana tendrían que ir a la escuela y que acabaría acompañado únicamente por el sol de mayo. No obstante, disfrutaba viendo la felicidad de los chamacos, aunque él no la compartiera.  En la clase la maestra dice que el debate va ser lo mejor. Que es lo máximo de la democracia y que hay que escuchar muy atentamente a el señor Peña. Es más, dijo que el lunes iba a hacer examen de eso. Se iba a quedar, pero para fortuna de algunos y desgracia de otros, la luz se fue de la casa. Don Genaro se excusó, y emprendió la marcha hacia su hogar.
            Sus ojos recorrieron el gastado zaguán blanco, que ya más bien era gris y, a veces, negro. Deslizó su cuerpo por la antigua puerta y se desplomo sobre su silla. Pinches esquincles, ora voy a tener que ver su debate. Se acercó a su fiel monitor y lo encendió. Se acordó de cuando era un soñador rebelde, cuando peleó por su general Cárdenas, y luego, puras decepciones. Enfrente de las cámaras los candidatos hablaban y hablaban; decían que iban a dar empleo, que iban a dar educación, hasta decían que México no iba a tener pobreza. Qué, qué, qué y ni un cómo. Lo que más aburría a Don Genaro eran sus peleas. Que si este había estado en la cárcel, que si era amigo de Gortari, que si la otra no iba a la cámara de diputados; que la verdad era que todo era mentira. Puras cifras de miles y miles de pesos. Y nosotros, los de a pie, los sin nada, los que no sabemos que vamos a comer al día siguiente, pintados. Uno de ellos, el más nefasto, pensaba Don Genaro, dijo algo que le llamó la atención. “Los políticos de siempre siembran el rencor.” El que lo dijo también es político, que hipócrita –murmuraba para sí mismo–, pero tiene razón.  A la mañana siguiente, se acordó del debate de ayer y escribió en su diario.
“Cada seis años, los de siempre se pelean por agarrar el  poder. Cada seis años, vienen y traen despensas y promesas. Cada seis años, me encabrono más, porque nada cambia. Cada seis años, veo a mi gente más pobre. Cada seis años, se mueren más los que nadie ve en la tele, se pierden más vidas (democráticamente, eso sí). Cada seis años pienso que esto va a cambiar. Hoy, sé que no. Y que a los de abajo, sólo los de abajo podremos ayudar. Ora, como siempre a trabajar.”

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