Las de siempre
“Y yo, ¿pa´que me pongo a ver la tele? Si no más las mismas
de siempre…”
Don Genaro le decía esto a sus hijos, o mejor dicho, a sus
fantasmas. Estaba solo. Hacía ya 6 años que su esposa Margara se había ido
lejos, donde habitan los santos y santas. Su hijo Esteban, caminó y caminó por
senderos aciagos, lidió contra el hambre y la migra. Llegando al paso entre
Juárez y el “Vecino del Norte” corrió como nunca antes lo había hecho. Inútil.
Tres balas perforaron su pecho. Escondidos entre las sombras, personajes
ataviados con hábitos blancos y empuñando escopetas festejaban la defensa de su
país. Don Genaro sigue esperando noticias de su vuelta a casa.
Su otro
hijo Justino, vivía en la ciudad. Don Genaro lo había mandado desde su pueblo,
San Lucas Matlala, a que estudiara la preparatoria. Empeñando la vaca y las perlas
de su mujer –unos preciosos collares de jade– pudo proporcionarle al Justo (como le decían de cariño en la
comunidad) ni más ni menos que 1000 pesos. Justino cargaba con la fortuna y las
esperanzas de la familia, el compromiso con Matlala, y con su inseparable
compañero, un collar de piedra que le había regalado su abuela. Al arribar a la
ciudad, buscó posada de inmediato. La primera noche la pasó en el Palacio de
los Ángeles, pocilga sucia y llena de gente miserable. A la mañana siguiente se
encontró con un hombre panzón. ¿Qué buscas acá? No pos vengo a estudiar para
sacar adelante a mi familia. Ah, con que eso, ¿de dónde vienes? De San Lucas
Matlala. Ya veo, ven acompáñame. El joven flaco obedeció el comando del señor
enfundado en una chaqueta de cuero. Cruzaron 3 cuadras, dieron vuelta a la
derecha en una pulquería, y entraron en un callejón de muy mala pinta. Ahí, una
sombra los interceptó por detrás. Tranquilo cabrón, soy yo, ya tenemos un
novato. El sudor del miedo recorrió el rostro de Justino, por primera y última
vez. Desde entonces, se le ve vistiendo unas gafas más negras que la noche y una
cara de plomo. Ahora le dicen, con respeto y miedo, el Justo Zeta.
Don Genaro hacia 3 años
que no salía de Matlala. Iba y venía a trabajar su milpa, cada vez de manera
más pausada. Le aquejaban achacos en la espalda, su mano ya no sostenía con la
misma fuerza las picas y sus labios se veían secos por el exilió de sonrisas. A
pesar de eso, era muy querido por el pueblo y, sin que se diera cuenta, alguna
que otra vez le ponían el doble de tortillas o le daban un dinerito más por la
cosecha. Hoy cuando volvía de terminar
la faena diaria, dos muchachos se le acercaron. ¡Don Genaro! Ya se va a empezar
el fútbol y en la noche va estar los presidentes en la tele. Vengase a verlo,
le invitamos un taco. Eran los hijos de Consuelo, la hermana de su difunta
esposa, Chuchito y Pepe. Anduvieron juntos hasta llegar a
la morada de su madre. Buenas, Consuelo. Buenas, Genaro. Que gusto verte. Pos
ni tanto, ora si ando reapurada, pero pasa siéntate por favor. El calor de la
tarde y lo aburrido del futbol acabaron por amodorrar al viejo enjuto. Eso sí,
la cuñada seguía haciendo los mejores tacos de guisado de México. O eso siempre
decía Don Genaro.
Quédese a
ver el debate tío. Ándele, no le cuesta nada –gimoteaban Jesús y José- y mañana
le ayudamos a sembrar. ¿Lo prometen? ¡Sí, sí! El tío sabía que era mentira, que
mañana tendrían que ir a la escuela y que acabaría acompañado únicamente por el
sol de mayo. No obstante, disfrutaba viendo la felicidad de los chamacos, aunque
él no la compartiera. En la clase la
maestra dice que el debate va ser lo mejor. Que es lo máximo de la democracia y
que hay que escuchar muy atentamente a el señor Peña. Es más, dijo que el lunes
iba a hacer examen de eso. Se iba a quedar, pero para fortuna de algunos y
desgracia de otros, la luz se fue de la casa. Don Genaro se excusó, y emprendió
la marcha hacia su hogar.
Sus ojos recorrieron el gastado
zaguán blanco, que ya más bien era gris y, a veces, negro. Deslizó su cuerpo
por la antigua puerta y se desplomo sobre su silla. Pinches esquincles, ora voy
a tener que ver su debate. Se acercó a su fiel monitor y lo encendió. Se acordó
de cuando era un soñador rebelde, cuando peleó por su general Cárdenas, y
luego, puras decepciones. Enfrente de las cámaras los candidatos hablaban y
hablaban; decían que iban a dar empleo, que iban a dar educación, hasta decían
que México no iba a tener pobreza. Qué, qué, qué y ni un cómo. Lo que más
aburría a Don Genaro eran sus peleas. Que si este había estado en la cárcel,
que si era amigo de Gortari, que si la otra no iba a la cámara de diputados;
que la verdad era que todo era mentira. Puras cifras de miles y miles de pesos.
Y nosotros, los de a pie, los sin nada, los que no sabemos que vamos a comer al
día siguiente, pintados. Uno de ellos, el más nefasto, pensaba Don Genaro, dijo
algo que le llamó la atención. “Los políticos de siempre siembran el rencor.”
El que lo dijo también es político, que hipócrita –murmuraba para sí mismo–,
pero tiene razón. A la mañana siguiente,
se acordó del debate de ayer y escribió en su diario.
“Cada seis años, los de siempre se pelean por agarrar
el poder. Cada seis años, vienen y traen
despensas y promesas. Cada seis años, me encabrono más, porque nada cambia.
Cada seis años, veo a mi gente más pobre. Cada seis años, se mueren más los que
nadie ve en la tele, se pierden más vidas (democráticamente, eso sí). Cada seis
años pienso que esto va a cambiar. Hoy, sé que no. Y que a los de abajo, sólo
los de abajo podremos ayudar. Ora, como siempre a trabajar.”
que curioso tener un diario...
ResponderEliminarme encanto gonz :)